El encanto de los raros
No hay vuelta de hoja: los raros tienen su encanto. Saliéndose de lo trillado, consiguen, si no seducir, sí al menos llamar la atención. Y llamar la atención es, no lo olvidemos nunca, una de las condiciones que deben cumplirse como para que se pueda producir ese pequeño milagro al que llamamos ligar.
Y cuando hablamos de lo raro hablamos, en cierta medida, de lo extravagante. O, mejor dicho: de lo que las normativas sociales imperantes consideran extravagante. La extravagancia es, por definición, llamativa, lo que implica que sirve, en primer lugar, para llamar la atención sobre quien la comete; es decir: para que se fijen en él. La palabra en sí, extravagancia, tiene en nuestra lengua ciertas connotaciones negativas. En demasiadas ocasiones disculpamos la extravagancia del famoso de turno y criticamos la de la persona que no lo es. Consentimos en que sean extravagantes Salvador Dalí, Marilyn Manson o Michael Jackson, pero no miramos con tan buenos ojos al vecino del quinto cuando sale a la calle con leotardos de leopardo o la hija del tendero de la esquina, tan joven, tan tatuada y tan llena de piercings.
Así, si queremos convertir la extravagancia en una herramienta para ligar o deseamos valorarla como tal debemos cambiar nuestro chip mental. La extravagancia no tiene por qué ser negativa. Sin ir más lejos, en su origen etimológico latino, la expresión “extra vagari” sugiere el hecho de caminar o vagar por lugares extraños o, lo que vendría a ser lo mismo, por lugares por los que no se ha caminado antes. Y eso, reconozcámoslo, no suena tan negativo. ¿Por qué han pasado a la Historia, entre otros, Cristóbal Colón, Roald Amundsen, Vasco Núñez de Balboa o Fernando de Magallanes? Precisa y básicamente por recorrer lugares no recorridos antes, por hollar el camino que nunca había sido hollado, por aventurarse por caminos no trillados. Por eso, precisamente, pasaron a la Historia los personajes citados: por extravagar.
El extravagante busca nuevas maneras de llegar a donde se desea y, en ocasiones, buscando ese lugar, llega un poco más allá. Colón buscaba un camino a las Indias y encontró un continente desconocido hasta entonces para los europeos. Vasco Núñez de Balboa descubrió un nuevo océano. ¿Qué podemos descubrir o conseguir nosotros si extravagamos? Hay preguntas que no tienen respuesta y ésta es una de ellas, pero lo que está claro es que sólo lo descubriremos si extravagamos.
Sobre los usos sociales y la resistencia social
Quien decida recurrir en mayor o menor grado al uso de la extravagancia para ligar debe tener siempre presente una cosa: el extravagante deberá vencer siempre una cierta resistencia social. Émile Durkheim, uno de los padres de la sociología, hablaba de cómo la sociedad imponía una especie de pensamiento social cuando hablaba del “hecho social”. Para Durkheim, el hecho social debe definirse como “una forma de actuar, pensar o sentir externas a los individuos y que está dotado de un poder de coacción en virtud del cual se impone”. Es decir: que quien no se atiene, en su comportamiento, a las reglas del hecho social o, lo que es lo mismo, quien se comporta de forma extravagante, encuentra resistencia social.
El hecho social no siempre se percibe de una manera fácil. Los hechos sociales, de hecho, son más efectivos cuando se han interiorizado. Interiorizar los hechos sociales implica naturalizarlos, hacerlos propios. Al naturalizar los hechos sociales y comportarnos de una determinada manera nos engañamos pensando que nuestro comportamiento, más que de los hechos sociales, depende de nuestra propia voluntad.
Uno de los grandes éxitos del hecho social es su capacidad para homogeneizar los comportamientos. La sociedad se vuelve, así, homogénea y, en cierto grado, dictatorial. Y no está escrito en lugar alguno que luchar contra las dictaduras sea tarea fácil. Y más si las reglas de esas dictaduras están interiorizadas dentro de nosotros y nos parecen reglas naturales.
Pero ser extravagante o comportarse en un momento dado de una manera extravagante no es sólo dar un paso adelante para derribar las barreras impuestas por los hechos sociales. Optar por la extravagancia implica otro reto: el de vencer los propios miedos y, entre todos ellos, quizás el que resulte, en el fondo, el más importante de todos: el miedo al qué dirán. Ese miedo acaba condicionando nuestro comportamiento en demasiadas ocasiones impidiéndonos alcanzar objetivos que, de haber sido más atrevidos, hubiéramos podido alcanzar. Así, somos nosotros mismos los que, en demasiadas ocasiones, alzamos la barrera que nos impide alcanzar nuestros sueños, también el de ligar con según quién. El miedo al qué pensará la otra persona nos impide en un determinado momento hacer una pregunta que nos quema en la lengua y que podría habernos abierto las puertas de entrada a otro tipo de relación. Ese miedo hace también que, en ocasiones, nos quedemos sin esbozar esa sonrisa que podría haber servido para deshacer el hielo de la incomodidad ante una mujer a la que acabábamos de conocer.
Al pensar en la extravagancia y en la posibilidad de usarla como herramienta para ligar debemos pensar en primer lugar en el inconmensurable placer que siempre implica hacer uso de la propia libertad, máxime cuando esa libertad nos ha llevado y nos ha permitido comportarnos de una manera absolutamente nueva, personal e intransferible que, además, nos ha servido para llamar la atención de aquella persona en concreto a la que queríamos atraer.
En resumen: que no debemos renunciar en ningún momento y por principios al uso de la extravagancia como herramienta para ligar, sobre todo si la extravagancia o el acto extravagante en sí es un acto creativo y ha servido para arrancar una sonrisa a la persona a la que deseamos conquistar.