Por inventar nombres que no quede. Después de todo, la vitalidad de una lengua radica, también, en su capacidad de ir incorporando neologismos a su acerbo semántico. Los neologismos están para eso, después de todo: para incorporarlos a la lengua y enriquecerla. Sobre todo cuando designan algo que no tenía un nombre en concreto asignado o el nombre que tenían no acababa bien de abarcar todos los matices que se querían englobar al pronunciarlo.

¿Quedamos para follar?

De un tiempo a esta parte hay un palabro que está haciendo fortuna y que está ganando adeptos. Y es que ya queda como anticuado decir aquello de “tengo un amigo con derecho a roce”. Ahora, lo que de verdad está in, es decir “tengo un follamigo”.

Desde luego, este palabro, como neologismo, tenía muchos puntos a su favor para hacer fortuna. Toda palabra que, en su interior, tenga a su vez, la raíz “follar”, tiene mucho ganado a la hora de llamar la atención del hablante. Si al término follar se le une otro derivado directamente de uno de los sentimientos más valorados del ser humano (el de la amistad), entonces el éxito del neologismo está asegurado.

Así, lo que ahora se lleva es tener “follamigos”, es decir, esos compañeros sexuales que son, a la vez, amigos, pero con los que no se establecen lazos algunos de fidelidad. El follamigo es, un poco, el apagafuegos con el que no hay más obligación ni tiene más obligación que compartir un ratito (si es un ratazo, mejor) de sexo. Sin ir de compras. Sin ir de vacaciones juntos. Sin, por supuesto, hacer planes de futuro.

El follamigo existe porque existe el single o la single que está bien como está, que presume de soltería, pero que, lógicamente, tiene unas apetencias sexuales que hay que satisfacer. Después de todo, la abstinencia sexual no está hecha para la gente corriente y moliente. Es una opción sexual (o, mejor dicho, asexual) respetable, por supuesto, pero quien más quien menos suspira por meterla en caliente aunque sea de uvas a peras o porque le quiten las telarañas de vez en cuando sin necesidad de hacer planes de boda ni embarcarse en compartir una vida que no apetece compartir más allá del cunnilingus de rigor, de la mamada de urgencia, del polvo desenfadado y del orgasmo prudencialmente egoísta.

El follamigo no es un amante, porque la palabra amante tiene unas resonancias turbias. Cuando se habla de amante se habla de algo oculto. La existencia del amante o de la amante presupone la existencia del marido o la mujer, de la pareja oficial, de la que se presenta en casa de la familia y conocen los padres y las madres, de la que comparte alquiler o lo quiere compartir, de la que firma junto a nosotros la hipoteca o está a punto de firmarla. Follar con un amante o con una amante supone engañar a alguien. Follar con el amante o la amante supone, en el fondo, jugársela en serio. Los hombres y mujeres casados y casadas o ennoviados y ennoviadas no tienen follamigos; tienen amantes. Las personas que establecen lazos de follamistad son, inexcusablemente, singles.

Con el follamigo no se duerme después de follar. Los puristas de la follasmistad proclaman que ni siquiera debe emplearse la expresión “hacer el amor” para referirse al lazo primordial que une a dos follamigos. Los follamigos no hacen el amor. El amor lo hace la pareja de novios. O el matrimonio de hecho o de derecho. Los follamigos follan. Punto. En la follamistad no se imponen normas de fidelidad y las dos partes asumen que cualquier día la relación puede cambiar.

Celos

Los celos, lógicamente, no tienen cabida en la follamistad. Ni la exclusividad. Si yo soy tu follamigo no puedo pedirte que lo sea en exclusiva. Que yo no tenga más follamigas no me habilita para pedirte que tú no tengas más follamigos. Lo ideal, en el fondo, es tener varios nombres en la agenda que puedan cumplir ese rol. Los calentones sexuales vienen cuando vienen y siempre va bien tener varios nombres en la cartera para intentar asegurarse una disponibilidad que nos conceda la esperanza de ver satisfechos nuestros deseos y de ver apagado el incendio de nuestros genitales. Y, ya puestos a detallar, y tratándose como se trata de una relación fundamentada en el sexo, puede ser que en cierto momentos nos venga de gusto una práctica determinada que, mira por dónde, es la especialidad de uno de los nombres que tenemos en la lista. Sabemos que B es una maestra de la felación o que X tiene una forma maravillosa de lamer la vagina. Si es eso lo que nos apetece, ¿para qué llamar a Z, que realiza unos masajes eróticos hight quality pero que tiene unos labios excesivamente rudos para eso del sexo oral?

La follamistad, así, impone unas reglas que, en el fondo, no son de sencillo cumplimiento. Niega, por ejemplo, la posibilidad de follar con un ex o con una ex. Si se vuelve a follar con alguien de quien hemos sido pareja pero sin establecer lazos que vayan más allá de la simple relación sexual es fácil que se esté produciendo una situación en la que uno de los dos se esté aprovechando de los sentimientos del otro. Uno de los dos puede tener claro que lo que está sucediendo es sólo sexo, puro sexo, sexo loco, sexo sucio, sexo del bueno, pero, ¿y el otro? Aquello de que “donde hubo fuego rescoldos quedan” puede ser, en este caso, más cierto que nunca. La follamistad es una relación de iguales; el acto sexual entre dos ex, no tanto.

Los puristas de la follamistad también sostienen a machamartillo que con el follamigo sólo se folla una vez. Mucho purismo parece eso, ¿no? Porque si eso debe ser así, ¿qué diferencia hay entonces entre el “follamigo” y el “polvo”? El “polvo” no presupone amistad; el follamigo, como su propio nombre indica, sí. Y si con el amigo se tiene confianza y se asumen, comparten y respetan las leyes de la follamistad, ¿por qué no repetir?

Complicaciones sentimentales

Seguramente los puristas de la follamistad descartan categóricamente esa posibilidad de repetición porque conocen y temen algo que está más que comprobado: que el roce hace el cariño. Y es que, en el fondo, somos animales de costumbres. No somos tan experimentadores como en ocasiones decimos ser y nos movemos mucho mejor entre las coordenadas conocidas del hábito que en el mar abierto y tierra a la vista de la aventura. Nos acostumbramos a una forma de ser besados, a una forma de ser acariciados, a una forma de ser lamidos, a una forma de ser follados, y ya nos va bien. Después de todo, la soledad pesa, y la voluntad de ser single no es siempre una voluntad férrea. Aparece entonces el cariño, el deseo de querer más. Es entonces cuando se plantean cosas como “¿por qué no nos vamos a pasar un fin de semana juntos y nos encerramos en un cuarto, a follar como locos?”. Si nos planteamos eso, deben, de inmediato, sonar todas las alarmas. A pasar el fin de semana follando se va con la pareja. Pasar el fin de semana juntos supone cohabitar y compartir, y eso es de novios o pareja o compañeros sentimentales o como se quiera llamar a esa relación que tiene sexo, claro, pero también planes de futuro.

¿Complicado, verdad? Después de todo, el neologismo de follamigo es bonito y el concepto al que hace referencia también. Demasiado bonito, quizás. Un poco, en el fondo, como todas las utopías, que son hermosas pero difíciles de alcanzar. Tal vez, a la corta y a la larga, salga más a cuenta, si se tiene un calentón, coger el teléfono, llamar a una >escort de confianza y mantener a los amigos y a las amigas alejadas del contacto directo con nuestros genitales. Amistad y sexualidad riman, pero quizás no siempre conjuguen del todo bien. Después de todo, son muchos los que afirman que el amor no es otra cosa que la suma de la amistad y el sexo. Los matrimonios de larga duración deberían dar su opinión sobre ello.